Aquella exclamación picó mi curiosidad y no pude remediar preguntarle qué era tan distinto. Había una emoción contenida en esas palabras y en los ojos de aquella mujer. Empezó a relatarme su historia. Había perdido a su yerno hacía unos meses de treinta y siete años a consecuencia de un melanoma maligno. Se percibía, a juzgar por el cariño con el que lo contaba todo, que lo había querido como a un hijo y admiraba su figura póstuma. Me contó que le habían diagnosticado cinco años antes, tras consultar por un lunar en la espalda que le fue extirpado. Tras su análisis microscópico, se confirmó que era un melanoma y tuvo que recibir tratamiento con interferón durante un año. Los cuatro años siguientes estuvo bien. Trabajó intensamente, viajó mucho y disfrutó de la compañía de su mujer.
En el relato, la mujer que acompañaba a Francisco prosiguió contándome que hacía un año empezaron a salirle unos bultos en la axila izquierda y luego otros erráticos en diferentes partes de su cuerpo. Tuvo que someterse a diferentes tratamientos, alguno de ellos estaba bajo ensayo clínico, pero pronto la enfermedad volvió a progresar. Durante un tiempo no quiso hablar ni estar con sus amigos, tan sólo aceptaba a su círculo más íntimo de seres queridos. A los pocos días antes de fallecer él mismo llamó a sus mejores amigos. Se despidió de ellos con un cariño exquisito. Su vida fue apagándose despacio.
Entendí entonces el significado de aquel “¡qué distinto!”. Qué distinto fue el transcurso del cáncer de su yerno con respecto al de su marido. La mujer lo decía con una ternura inconmensurable. Le parecía tremendamente injusto que aquel chico casado con su hija, con una brillante carrera y una teórica vida por delante llena de proyectos ilusionantes se hubiera truncado de esa manera y no hubiese seguido la misma evolución que a su marido le había caído en suerte.
Nos despedimos. Ella con lágrimas contenidas y yo me quedé un rato pensativa con aquella historia…