Julia entraba en mi consulta tras llamarla por megafonía a una revisión anual rutinaria. Tenía un problema oftalmológico que le obligaba a llevar gafas oscuras siempre, con lo cual sólo me quedaba al descubuerto su gesto facial para saber, nada más entrar, cómo estaba. Había una mueca triste en su rostro de la que traté restarle importancia, pues muchas veces me equivoco en esa primera impresión.
Empezamos hablando de sus molestias residuales, de los problemas de salud que han surgido durante este año a consecuencia de los tratamientos. Tras relatarlos se queda en silencio y rompe a llorar. Entre sollozos me cuenta lo que en verdad le duele que no es otra cosa que su propia alma. No sabe cómo afrontar la pena de saber que a su hija se le agota el tiempo. Me cuenta que en Navidad le diagnosticaron un cáncer de mama avanzado, con metástasis en muchos sitios. Tolera mal los tratamientos y encima la enfermedad no responde. Me sigue contando… ¡Tiene una niña de cinco años! Se ha desmejorado mucho y ya no quiere ni que la vea así su propia madre. No desea hacerle sufrir más y paradójicamente se aparta de ella. Se hace patente en esta historia que el cáncer son tres enfermedades: la física, la psicológica y la social. La energía se agota, el corazón se encoge y la soledad penetra de forma cruel e insolente.
Julia no tiene consuelo. Me pongo a su lado y le acompaño. Trato de contenerla. Le acerco con delicadeza unos pañuelos de papel que siempre tengo en la mesa y los acepta de buen grado. Me dice que lo ha rezado todo, que lo ha llorado todo y que no le encuentra sentido ya a nada. Se siente impotente ante la posibilidad de sobrevivir a su hija y de no poder hacer “nada” por ella. Cuida, cuando su hija se lo permite, de su nietecilla y me confiesa que le da rabia no poder tirarse al suelo a jugar con ella como sería su deseo. Dejo que siga hablando, que llore, que suelte su rabia. Lo necesita.
Las consultas sagradas dignifican mi trabajo. Hay más enfermos esperando en la sala, pero Julia se merece mi tiempo, mis oídos y mi afecto. Poco más puedo dar en esta situación de desconsuelo más absoluto. Trato de comprender su dolor, el de su hija e incluso el que le deparará a su nieta. Acabo explorándola y abrazándola. Le digo que ella está bien de su enfermedad y que puedo darle el alta clínica. En otras circunstancias esto sería motivo de alegría, pero hoy no es día para festejos.
Le ofrezco la ayuda de mi compañera psicooncóloga que sabrá cómo orientarle en su proceso de preparación al duelo. Me despido de ella y me regala una sonrisa forzada como agradecimiento. Espero haber sabido estar a la altura de sus circunstancias. Un baño de humildad me inunda hoy por dentro.
sin palabras..eres estupenda
Qué dura situación la de las tres generaciones. Me ha sobrecogido tu relato. Un abrazo, Virginia!
Gracias. Hay realidades en la cotidianidad tremendamente duras y aleccionadoras. Un abrazo Edita!!!
Gracias Naia por leerla. Conviene contar estas historias que son tan reales y sobrecogedoras como la vida misma. Un abrazo Naia!!
Totalmente de acuerdo. Yo tenía ese mismo concepto, hay personas y pacientes con problemas o circunstancias que deben hacer priorizar el tiempo para ellas, independientemente de lo cargada que pueda estar nuestra agenda, pero no tenía un término que lo expresase tan bien. Consultas sagradas. Me encanta! Con tu permiso lo adopto.
Gracias Fidel por tu amable comentario. El término "consulta sagrada" no es mío, pero cuando lo leí me pasó lo mismo y lo adopté. Hay circunstancias en nuestra actividad diaria en las que debes ofrecer una pausa y dedicar tiempo a sostener, acompañar, a escuchar y dejar que los sentimientos fluyan para que haya lugar a un merecido consuelo. Un saludo!!!