Un intruso en la familia


“Un intruso en la familia” es un libro escrito por Carlos Hernández. Se define a sí mismo como un sociólogo optimista, periodista y conferenciante sobre motivación y habilidades sociales, apasionado de los viajes y las personas. A Carlos le conocí el pasado 1 de Junio en su presentación del libro en Burgos donde tuve ocasión de escucharle y saludarle.
El libro trata de cómo él, que promulga el optimismo y el pensamiento positivo, junto a su familia y amigos gestionó un asunto tan serio como el cáncer que afectó de forma desigual a dos de sus hermanos. Aplicarse el cuento de lo que uno predica no siempre es fácil, por lo que se entiende que el cáncer le puso a prueba. Esa prueba la superó con creces y a Carlos no le quedó más remedio que replantearse muchas cosas. No se trata de aplicar una fórmula mágica o una tiranía del optimismo al estilo “flower power”, claro que no. Se trata de canalizar de forma positiva y constructiva una adversidad del tamaño, en este caso de una enfermedad que es potencialmente letal, el cáncer. Es lo que Carlos denomina el optimismo inteligente, llamado también optimismo disposicional. 
Carlos habla en su libro de su experiencia personal y a través de ella pretende ofrecer herramientas al lector para que le sirvan de ayuda en circunstancias similares. Puede interpretarse así como un libro de autoayuda, aunque bajo mi parecer no lo es en sentido estricto, pues su narrador explica su experiencia en primera persona y al final de cada capitulo nos regala una mochila cargada de enseres útiles para la vida. Cada lector escogerá por tanto aquellos que le resulten más útiles.
En 2013 sus dos hermanos, Luis y Ana, enferman en un corto espacio de tiempo de cáncer. Sus itinerarios por la enfermedad son completamente desiguales. El cáncer, como decía Albert Jovell, en realidad son tres enfermedades: la física, la psicológica y la social, por lo que no sólo afecta al individuo que lo padece, impregna a toda la familia y a su tejido social. Todas estas circunstancias llevan a Carlos a investigar todo lo que puede en temas de acompañamiento y duelo, surgiendo de este modo un importante aprendizaje. Ese cóctel le empuja a escribir este libro. Lo hace desde un punto de vista pragmático, pero también muy personal confiriéndole un valor importante porque sabe de lo que habla y le da autenticidad al escrito. La experiencia nos transforma siempre y el autor consigue transmitir la suya para ayudarnos a crecer y ser resilientes.
El camino que hay que atravesar no es ni mucho menos sencillo. El libro reflexiona sobre temas importantes a los cuales no les damos suficiente reparo: la forma en la que se debería dar malas noticias, la importancia del acompañamiento, la gestión de la incertidumbre y las emociones o la elaboración del duelo entre otros. Todo ello regado con anécdotas, ilustraciones y manuscritos que hacen amena y muy recomendable la lectura. No piensen que es un libro alegre o triste. Les hará llorar y les hará reír. Es un libro cargado de emotividad, de vivencias en las que uno puede verse reflejado, pero es a la vez es didáctico y revelador. Se convierte así, una hoja de ruta que puede venirle bien a cualquiera, pues el cáncer queramos o no puede asomarse cerca a lo largo de nuestra vida y en consecuencia nos afecta a todos. Aún así, creo que a quien mejor le puede resultar útil es a cualquier cuidador, familiar o amigo de un paciente con cáncer, pues está escrito desde esa perspectiva. Un libro que considero de “prescripción facultativa”.

Les dejo con el video presentación del libro en Madrid el pasado mes de Marzo de 2016.

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Relato de verano: Nadie se acordará de mi 4.8/5 (5)

Jimena entro en la consulta en una silla de ruedas, con el brazo izquierdo cabestrillo y la pierna del mismo lado entablillada. Venía acompañada de su guapa y joven hija Lidia. Vino a una consulta rutinaria pues hacia poco más de un año la tratamos de un cáncer de recto localmente avanzado. Recibió radioquimioterapia neoadyuvante y cirugía radical posterior.

Jimena tenía la cara descompuesta por el dolor. Hacia pocos meses que estaba institucionalizada en una residencia asistida junto a su marido dada su situación socio-familiar y funcional. Jimena era una de esas mujeres anónimas a la que la adversidad se había enseñado con fuerza. No en vano, había sido madre diez hijos, cuatro de los cuales fallecieron. Uno de ellos a los pocos meses de nacer, otro en un accidente en extrañas circunstancias y los otros dos por autolisis. Supe después que además su marido, que aparentaba no haber roto nunca un plato por su comprensión menuda y su languidez al hablar, no había sido “ejemplar” teniendo en su haber múltiples sociopatías, que iban desde el alcoholismo a la ludopatía pasando por algún episodio violento en el seno familiar.

Como comentaba, Jimena tenía un gesto de dolor y le pregunté cómo se había lesionado. Ella me dijo que llevaba dos meses con un fuerte dolor de espalda y que notaba que las piernas le estaban empezando a fallar. En la residencia me dijo que la “obligaban” a caminar, pero ella se resistió diciendo que no tenían fuerza suficiente. En uno de esos intentos por moverse se cayó contra el suelo rompiéndose el peroné izquierdo y subluxándose el hombro del mismo lado. Acudió a Urgencias, le hicieron unas radiografías.  Le pusieron un cabestrillo, un vendaje compresivo junto a unos calmantes, ya que no conseguía dormir por el dolor.

Sospeché que algo no iba bien e intuí que tenía una posible compresión medular. Le habían hecho un TAC recientemente donde ya se veían algunas lesiones óseas sugestivas de metástasis. La exploré y objetivé que había perdido sensibilidad en la parte inferior de su cuerpo y que apenas podía mover sus piernas. Decidí ingresarla para controlar el dolor y pedirle una resonancia magnética para confirmar o no mis sospechas y tratarla. La resonancia confirmo una lesión medular a nivel de la undécima vértebra dorsal y segunda lumbar. Le apliqué tratamiento corticoideo y radioterapia paliativa aunque con pocas esperanzas de que recuperara movilidad dado el tiempo transcurrido, pero por lo menos con la intención de aliviarle el dolor intenso que padecía. Y eso fue exactamente lo que pasó.

Jimena  se daba perfecta cuenta de su empeoramiento y me preguntó si iba a recuperar algo. Le dije, con todo el dolor de mi corazón que me tenía que no, pero que buscaríamos la forma para que se pudiera sentar y mantenerse o manejarse en una silla te ruedas. Ella me contestó con total serenidad que así no quería seguir viviendo, que ya había sufrido bastante en esta vida y no quería ya más. Sólo quería que “se la llevase Dios”. Entendí perfectamente su razonamiento y me limité a prometerle el mejor cuidado posible dadas sus circunstancias: eliminar el dolor, corregir un sangrado vesical es un sondaje, evitar que se ulcerara y tratar de sentarla lo antes posible.

En casi todas mis visitas a planta Jimena se encontraba sola o bien con su marido o su hija. Se quejaba de que ninguno de sus otros hijos la fueran a ver. Estaba contrariada y triste. Lamentaba la ausencia de aquellos a los que antaño ella había cuidado, disculpándolos a medias por sus trabajos y obligaciones familiares.

Cuando parecía que Jimena empezaba a aceptar su situación, no tenía dolor y estaba mucho más animada sobrevino un cuadro brusco de fiebre, dificultad respiratoria y agitación. Subí a verla y con claridad cristalina vi que posiblemente padecía una infección respiratoria después de tantos días de ingreso. Su tensión arterial hacía difícil encontrar una vía venosa de acceso. La enfermera me pidió que solicitara una vía central, pero entendí que no debía adoptar medidas extraordinarias y mientras fuera posible escogería si más no, la vía subcutánea. Le administré tratamiento de soporte con sueros, antibióticos y calmantes para que estuviera tranquila. Llamé a su hija para explicarle la situación y traté de respetar la voluntad de la paciente que me había expresado repetidamente días antes llegado este punto.

Así lo hice. Jimena se fue de este mundo a las pocas horas de su empeoramiento acompañada de su hija y su marido y sobretodo se marchó en paz y sin dolor. Puede que alguien entienda este caso como un fracaso, pero yo no lo veo así. Aliviar las últimas horas de un paciente es una tarea necesaria. Ayudar a las personas a tener un final digno y sin excesivo sufrimiento no me produce mal sabor de boca.

Me entristeció que Jimena, aún teniendo una familia numerosa, estuviera sólo con una de sus hijas a la que considero su verdadero “ángel de la guarda” y con su marido. La soledad hospitalaria franquea en demasiadas ocasiones esta etapa final de la vida, en un momento que nadie debería estarlo.

No sé si alguien se acordará de Jimena tras su marcha. Yo por si acaso la he querido homenajear para decirle que fue todo un ejemplo de fortaleza y generosidad. Descansa ya mi querida Jimena.

Video: Rolling in the Deep de Adele

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Fisioterapia oncológica 4.67/5 (3)

Según la Confederación Mundial para la Fisioterapia, la Fisioterapia tiene como objetivo facilitar el desarrollo, mantenimiento y recuperación de la máxima funcionalidad y movilidad del individuo o grupo de persnas a través de su vida.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define a la fisioterapia como la ciencia del tratamiento a través de medios físicos como el ejercicio con fines terapéuticos, la masoterapia y la electroterapia.

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¿Qué es un “patient advocate”?

La utilización del anglicismo “patient advocate” en este post responde a que no he sido capaz de encontrar una traducción adecuada,  ya que el defensor o abogado del paciente en nuestro país se parece más a una figura exclusivamente legal y no responde exactamente al espíritu que creo este concepto sostiene. El patient advocate” es una figura que ya existe en otros países. Se trata de pacientes activos, participativos y adecuadamente formados para navegar adecuadamente por el sistema de salud y ayudar así su vez a otros pacientes de una forma voluntaria, sin ningún ánimo de lucro. Son un nuevo y emergente tipo de pacientes a los que se les conoce también como pacientes expertos.

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Relato de verano: David, el superviviente.

Recordaba a David con su cabellera rizada rubia, su porte alto y atlético, sus gafas al más puro estilo “Harry Potter” y su timidez adolescente. Cursábamos por aquel entonces los desaparecidos BUP y COU. David venía diariamente de un pueblo de interior cercano a la costa mediterránea gerundense junto a su “colla. Corrían los años 80 de tupés o pelo punky, de amplias y generosas hombreras, de volantes por doquier, conformando así una estética un poco kistch” para nuestros ojos actuales. Eran años de eclosión musical de la movida” y de una todavía joven transición democrática.

David y yo posiblemente pasábamos desapercibidos entre tanto compañero adolescente díscolo y charlatán, pues a ambos nos caracterizaba una cierta timidez e introversión, intrínseca e inevitable a nuestra propia forma de ser. Rasgos de una personalidad que la adolescencia se encarga de acentuar, casi sin querer y que la madurez acicala para que no se noten en demasía.

No sé ya si David y yo hablábamos mucho o poco entre nosotros, pero la cuestión es que las redes sociales y un aniversario de antiguos alumnos nos ha reencontrado treinta y pico años después. David me saluda cordialmente, de vez en cuando da al “me gusta” en Facebook y vemos recíprocamente en nuestros muros fotos actuales. Le reconozco plenamente y me sonrío al verle bien y con familia. Me reconforta ver a los antiguos compañeros después de tantos años. Una misma que peina ya muchas canas, inicia inexorablemente el camino de desenpolvar los recuerdos de aquellos años y empieza a costarle asimilar que el tiempo haya volado tan rápido.

David me escribe un mensaje en privado. Acto seguido lo leo y consigue despertarme una sonora carcajada. Me viene a la cabeza el estribillo de una canción que yo canturreaba y David se acuerda de lo mucho que entonces me gustaba Paloma San Basilio:

Viviendo juntos
Juntos, un día entre dos, parece mucho más que un día
Juntos, amor para dos, amor en buena compañía
Si tu eres así, que suerte que ahora estés junto a mi.
Juntos, café para dos, fumando un cigarrillo a medias
Juntos, cuanquier situación de broma entre las cosas serias.
El mundo entre dos, diciendo a los problemas adiós….”

Curiosidades y bromas a parte, David otro día me escribe un inquietante, nuevo e intrigante mensaje. Intuyo al leerlo que ha debido pasarlo mal, muy mal. Me introduce en el episodio de vida que transcurre entre la finalización del COU y ahora. Me pide el correo electrónico para concretar y para que revise un escrito sobre sus vivencias. No doy crédito a lo que leo. David me regala una impresionante historia llena de adversidad, resiliencia y supervivencia. Al iniciar la lectura de su relato me deja con risas, con lágrimas de emoción, con admiración por su afán de seguir adelante a pesar de todo, pero también sin aliento, sin palabras…(ufff, ¡qué historia! me digo).
David es un largo superviviente que se enfrentó a un Goliat llamado cáncer y le venció. Un Goliat que apareció en su vida nada más acabar COU, cuando todos nos felicitábamos por acabar una etapa e iniciar una más que probable apasionante vida universitaria. Cuando todo es futuro, ganas, ilusión y primeros amoríos. Cuando la palabra “cáncer” no estaba invitada y ni siquiera se le esperaba en el diccionario personal de un joven adolescente. Cuando notarse un “teste” algo más grande que el otro no parecía ser motivo de preocupación, sino más bien un signo claro de hombría.  
David tampoco tuvo la oportunidad de saber qué le pasaba ni a qué se enfrentaba. La conspiración del silencio era entonces la norma, su familia y los médicos decidían por él, no existía el consentimiento informado, ni tampoco la figura del psicooncólogo. David fue operado y virtualmente muerto y sepultado. No sabía él entonces lo duro y sombrío de su pronóstico. Le tocó pasar por una dura quimioterapia con escasa farmacología para combatir la toxicidad producida por aquel entonces. Cuesta, con la visión del actual de 2016,  hacerse una ligera idea de lo que aquello fue, un infierno en toda regla. Ingresos prolongados, desplazamientos a Barcelona, un sentimiento de soledad casi absoluta, complicaciones mil y muchos, muchos pinchazos.
No quiero, sin embargo destripar su apasionante historia de superación, alma, corazón y vida. Quiero que él nos la cuente en primera persona. David corrió una carrera de obstáculos donde la meta era borrosa y la medalla de oro como recompensa se le resistía. Han pasado más de treinta años y ha conseguido reconciliarse consigo mismo a pesar de todas las cicatrices que la enfermedad le ha obsequiado. Las asume y las lleva con el orgullo de aquel que se sabe con la suerte de un largo superviviente. La vida le ha dado una merecida prórroga que le ha permitido cumplir, afortunadamente, con muchos de sus sueños, convirtiéndola sin él saberlo, en una vida extraordinaria y con mayúsculas. Uno de sus sueños es publicar pronto su libro, contar su historia y ayudar a otros muchos largos supervivientes como él a superar la adversidad.
Tengo ganas de fundirme en un abrazo con David en compensación por todos estos años en los que no hemos sabido nada el uno del otro y quisiera agradecerle en persona el detalle de confiarme su enternecedora, emocionante y bonita historia.
Video: “Soy yo, David” de Cronómetrobudú (grupo de rock burgalés)

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