Relato de verano. Una médico improvisada.

Se disponía a coger un vuelo de Spanair desde Palma de Mallorca a Málaga, haciendo escala en Barcelona. Estaba relajada. Le esperaban unos días de merecido descanso vacacional. En aquella época viajar en avión era mucho más sencillo que ahora. No tenías controles que te registraran hasta el tuétano, ni te obligaban a despojarte de tus apreciados zapatos hasta arribar al otro lado del actual implacable control de una supuesta “seguridad”. Probablemente había menos incomodidades, si había, eso sí, los habituales retrasos.
Aquella vez embarcó en el avión puntual. Tomó asiento y se puso el cinturón. Miró por la ventanilla. El avión tomó pista e inició su despegue dejando tras de sí un impresionante atardecer de la bahía de Palma. Se divisaba la majestuosa Catedral y las casas se hacían progresivamente más diminutas. Viró en dirección noroeste bordeando Andratx y la Sierra de Tramuntana. Seguía su ascenso hasta divisar sólo el mar Mediterráneo. Una vez llegado al zenit de la ascensión, como si de una hipérbola se tratara, dada la escasa distancia entre Palma y Barcelona comenzó de inmediato su descenso. Al poco tiempo, ya anocheciendo, se divisaba Barcelona en forma de innumerables lucecitas. El aterrizaje fue limpio. Ella bajó del avión y aguardó en la sala de embarque para a los pocos minutos y en el mismo avión ponerse rumbo a Málaga.
Tomó de nuevo asiento y repitió el mismo ritual anterior. El avión despegó por segunda vez. Fuera estaba muy oscuro ya. A los 10 minutos la sobrecargo emitió un mensaje por los altavoces: ” Si hay algún médico a bordo, por favor persónese en cabina. Gracias”. Ella sintió un respingo que le obligó a levantarse casi sin pensar. “Si soy médico, pero a ver que me encuentro. Soy oncóloga radioterapeuta y hace mucho que no atiendo urgencias. A ver cómo salgo de ésta” pensó. Llegó a la cabina y se identificó como médico. Allí estaba una mujer que rondaba los 60 años que hiperventilaba. Le preguntó qué le pasaba. Le dijo que tenía un fuerte dolor en la boca del estómago desde que el avión despegó de Barcelona. Mientras aquella improvisada médico la examinaba le preguntó sí le había ocurrido algo parecido con anterioridad. Le dijo que sí y le confesó “por lo bajini” su miedo a volar. Preguntó entonces a la azafata qué tenían en el botiquín. Se apresuró en traérselo. En él había vendas, esparadrapo, cafinitrina, aspirinas, paracetamol y poco más. Decidió hablar con ella, tranquilizarla hasta que su respiración fuera más pausada. Le pidió a la azafata que le trajeran una infusión de tila que la espontánea paciente se tomó sin rechistar. Sonrió. Se encontraba mejor. La doctora suspiró para sus adentros. La mujer se lo había puesto relativamente fácil.
La azafata le dijo a la médico que el piloto y el comandante deseaban hablar con ella. Le invitaron a entrar en la zona del cuadro de mandos y aquello le impresionó. Se sonrojó. El comandante le preguntó sí el caso requería un aterrizaje de emergencia o podía esperar a llegar a su destino. Sonriente les contestó que se trataba de un ataque de ansiedad leve y que los síntomas habían remitido al relajarse. Ambos cortesmente le dieron las gracias y se despidieron. La sobrecargo le ofreció asiento en primera clase. “¡Caramba, esto no me lo esperaba!”, pensó. Le obsequió con una exquisita consumición.

Feliz y sonriente llegó a Málaga pensando en contar y compartir algún día esta pequeña anécdota.

Les dejo con esta canción de Sheryl Crow: “All I wanna do”

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Relato de verano. La consulta (III)

María entró a la consulta muy nerviosa. No paraba de moverse. La doctora le formuló la pregunta habitual de cómo se encontraba. Ella contestó entre lágrimas y angustiada: “Mi hermana ha fallecido de un cáncer de mama. Al parecer llevaba años con la enfermedad y no nos dijo nunca nada a la familia, supongo que para no preocuparnos. Yo tengo su misma enfermedad. Temo que esto sea hereditario y me muera igual que ella. La angustia no me deja vivir”. La doctora le preguntó entonces si sabía de más casos en la familia. María contestó que no. Trató entonces de tranquilizarla y le explicó que el cáncer de mama es tan frecuente que puede darse el caso de que dos miembros de una misma familia lo padezcan sin que medie mutación o herencia genética alguna. Simplemente se trata de una casualidad estadística. Miró sus análisis, sus pruebas complementarias, la exploró y al finalizar le dijo que todo estaba bien. María resopló con alivio y salió de la consulta mejor que entró. La doctora pensó en lo difícil que iba a ser quitarle esa “espada de Damocles” cada vez que entrara de nuevo en su consulta. Era una situación que ella veía con demasiada frecuencia.
La última visita fue quizá la más dura. Hacía quince días que Ana había venido a su consulta rutinaria. Una alteración analítica hacía sospechar. Pero habían pasado casi cinco años del diagnóstico y la paciente estaba completamente asintomática. Deseaba equivocarse en su sospecha, pero un TAC y una gammagrafía ósea sentenciaron lo que de algún modo ya intuía: dos pequeñas lesiones hepáticas muy sugestivas de metástasis y múltiples lesiones óseas metastásicas. Explicar todo esto a una mujer de 54 años que se encontraba bien y comenzaba a olvidarse de su enfermedad no iba a ser fácil. La doctora le contó la verdad de la forma lo menos traumática posible: “La enfermedad parece haberse extendido al hígado y a los huesos. Afortunadamente las lesiones del hígado son pequeñas y las metástasis óseas suelen responder favorablemente a la terapia hormonal y a los bifosfonatos”. La remitió al Servicio de Oncología Médica para que valorasen la conveniencia o no de añadir quimioterapia. La paciente no medió casi palabra. Escuchaba asombrada y dijo entender lo explicado. La doctora interpretó que se estaba enfrentando a un nuevo impacto diagnóstico. Necesitaba digerirlo y quizá por ello parecía no expresar ninguna emoción. La doctora le deseó lo mejor y la emplazó para una nueva consulta. En ella le explicaría cómo había ido todo.
Aquel día había la consulta trajo unos cuantos desafíos. Estaba mentalmente agotada. Agradecía que la consulta hubiese concluido. Tenía otras tareas pendientes antes de marchar…
Les dejo con esta versión de “Price Tag” de Jessie J con subtítulos en español

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Relato de verano. La consulta (II)

Prosiguió su consulta. En su agenda asignada disponía de quince minutos por paciente. Todo un lujo si se compara con los escasos minutos con los que dispone en una mañana un médico de familia. Puede parecer que quince minutos es un tiempo razonable, pero como verán, en muchas ocasiones se antoja corto. La agenda contemplaba, eso sí, la posibilidad de hacer un discreto receso para un café, una visita al señor Roca o lo que fuera menester. Otro lujo sin duda.
De esos quince pacientes nos detendremos en cuatro que ese día fueron especiales. Los demás para fortuna suya, eran visitas rutinarias con final feliz. Acababan siempre con la misma sentencia: sin evidencia de enfermedad. Control en 6 meses o un año.
La primera paciente que entró fue Silvia, una chica muy joven que llevaba ya tres años libre de enfermedad. Había superado un cáncer de mama. Entró en la consulta con un brillo especial en los ojos. La doctora sabía por qué, lo había leído previamente en su historial médico, pero prefería que se lo contara en primera persona la propia paciente. ¡Estaba embarazada! Traer un niño al mundo es siempre una noticia feliz, pensó la oncóloga. No estaba habituada a recibir estas noticias, ya que los tratamientos oncológicos dejan la función reproductora dañada de forma irreversible en muchos casos. Por suerte, la paciente decidió reservarse antes de la quimioterapia unos ovocitos. Así podría decidir engendrar cuando el momento le resultará propicio. Se sonrieron. Sus miradas eran de alegría y complicidad. Todo estaba en orden. A la doctora aquella paciente le alegró el día. Le deseó un feliz alumbramiento y la emplazó a volverse a ver en una nueva visita. Esperaba que esa vez pudiera ya mostrarle su bebé.
Antonio entró en la consulta cabizbajo y con una tristeza difícil de disimular en su rostro. Ella le miró extrañada, pues sus análisis para monitorizar su cáncer de próstata seguían bien. Acertó en preguntarle si había alguna novedad. Él le contestó que hacía dos meses que se había despedido para siempre de su mujer. Llevaba cuidándole con un mimo exquisito en los dos últimos años víctima de varios ictus que le habían dejado imposibilitada y sin habla. Se intuía que ella lo había sido todo para él y ahora se encontraba con un vacío terrible. Su compañera de viaje ya no estaba y aunque era consciente de que podría sobrevivirle, llegado el momento todo se le vino grande. La doctora, con mucho tacto, le dejó hablar. Aquel hombre necesitaba expresar lo que sentía. Ella le reconoció su valor en la lucha de esos años. Le dijo: quédese con ese inmenso cariño que ella se ha llevado de usted. Ha sido muy grande lo que ha sido capaz de hacer. Ahora le toca cuidarse a sí mismo. Ella le preguntó por sus hijos. Él le contestó que se sintió arropado en el momento del óbito, pero todos ellos vivían lejos de aquel pueblo castellano donde él residía y tenían que atender a sus respectivos trabajos y familias. La soledad le pesaba como una losa.

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Relato de verano. La consulta (I)

Ella se levantaba muy temprano. Le gustaba el silencio del amanecer. Tan sólo apreciaba ligeramente el murmullo de la respiración durmiente del resto de los habitantes de su casa. Desayunaba tranquila, pausadamente. Después se preparaba para el día y dejaba todo dispuesto para los que aún dormían apacibles. Se aseaba, se arreglaba, se vestía y repasaba mentalmente las tareas que le aguardaban. Se dirigía al garaje y conducía hacia el hospital escuchando música. Ésta le animaba a empezar el día. Veía asomar el sol. Al salir del coche sentía brevemente el frío de esas horas tempranas en el rostro.

Se ponía su bata blanca, el fonendo y se encaminaba hacia la consulta. Le esperaba una primera visita y 15 sucesivas. Encendía el ordenador y construía la historia clínica del primer paciente. ¡Listo!,  se decía. Mientras el paciente charlaba con la enfermera a modo de introducción, ella repasaba los nombres y las historias de los otros 15 pacientes.
Entró en la consulta el primer paciente. Estaba nervioso. Siempre vienen nerviosos. Muchos no saben bien a qué vienen. Algunos conocen su enfermedad oncológica. Otros vienen con una somera explicación de otro médico que no saben o no se atreven a saber si han entendido bien.
La doctora se presenta cordialmente y con una sonrisa. Le tantea. Le pregunta qué conoce de su enfermedad y de la Radioterapia. A él le han dicho que tiene un cáncer de próstata, pero reconoce no saber casi nada del tratamiento recomendado. Cree que le van a poner unas “corrientes” que le curarán. Eso es todo. La doctora le explica entonces por qué se le ha recomendado ese tratamiento, cómo le van a preparar y en qué consiste. Le explica los efectos secundarios esperables. Le explora con cuidado. Después le hace firmar un papel y le cita para la simulación. Se saludan, se despiden y él parece aliviado.
Ella prosigue con la consulta. Le aguardan 15 pacientes más.

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Saber desconectar para conectar

He de reconocer que me siento atraída por las llamadas nuevas tecnologías, en lo que viene a llamarse una “geek” o “friki” tecnológica. La revolución tecnológica como cualquier revolución tiene sus claros y sus grises.
En una ocasión visitando el pequeño pero maravilloso Museo del Libro “Fadrique de Basilea” en la ciudad donde resido (Burgos) y que desde aquí animo a visitar, comprendí por analogía el momento, en cierto modo histórico, por el que estamos pasando. En él puede observarse la interesante evolución a lo largo de la Historia de la escritura, inicialmente en piedras como el caso de  los jelogríficos egipcios, para luego dar paso a los papiros, al papel, a los fantásticos libros incunables, a la imprenta y finalmente al libro digital. La imprenta de Gutenberg  a partir de 1440 supuso un avance cultural muy notable, pues a partir de aquel momento se democratizó en cierta forma la accesibilidad al conocimiento. La lectura de los libros estaba hasta entonces sólo estaba reservada al clero y a la nobleza. Tal fue el cambio por aquellos años que no faltaron voces para acallar a los libros. La imprenta dejaba impresas las palabras que podían expresar pensamientos, ideas, acercándolas a más personas, tomando conciencia del poder de la palabra escrita. De ahí surgió la Inquisición como un modo de control a ese bien preciado que es la cultura y que era considerado “peligroso”. Esta revolución  que supuso el libro impreso tiene ciertos paralelismos con la revolución tecnológica actual.
Las nuevas tecnologías nos abren la puerta a una gran cantidad de información, de oportunidades, de hacer visible lo invisible, de hacer posible otras formas de comunicación diferentes a los canales habitales hasta ahora establecidos, de socializarnos de una forma hasta ahora desconocida, aumentándonos nuestra realidad cotidiana. Se ha establecido así otro salto en la accesibilidad de la información, una nueva era digital en toda regla. También toda esta vorágine tiene una cara “B”: la falsa información no contrastada, la “muerte” por infoxicación y  la sensación de que toda esta tecnología nos roba tiempo para hacer otras cosas quizás más importantes, convirtiéndonos en un “homo distraidus“.

He escrito este “post” porque voy a tomarme un tiempo de sana y necesaria desconexión digital para coger carrerilla y empujar con ganas el nuevo curso que en septiembre se avecina. Aprovecharé estos días para inspirarme, para leer esos libros pendientes, para reconciliarme y fundirme en un baño con mi añorado mar Mediterráneo, para disfrutar de la compañía de mi familia, para el reencuentro con viejos amigos, para hablar otras lenguas que tengo algo oxidadas en mi cerebro y para poder dar, en definitiva, un 100% en cuerpo y alma.

Dejo en puntos suspensivos la posibilidad de publicar algún “post” liviano en lo que queda de agosto. No me echen de menos y disfruten por favor del tiempo libre. Que la vida son dos días y uno ya ha pasado….

¡FELIZ VERANO A TOD@S!

http://www.youtube.com/watch?v=wf_dzUamjwg

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