Relatos en tiempos de COVID: Contágiame 5/5 (6)

Patricia entró en la consulta cabizbaja. Presagiaba ser una de esas consultas sagradas en las que las palabras sobran y la sola presencia sirve de consuelo. Antes de comenzar me había ya preparado mentalmente. Había leído fragmentos de la historia clínica de Patricia. En ellos se dejaba patente el drama de la pandemia, dejando en un segundo plano su cáncer de mama. Me puse en modo “contágiame”.

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Relato navideño: Recuerdos de un MIR por Navidad

Hay realidades que superan con creces nuestra propia imaginación, por su extrañeza, por su emotividad o por la dureza de su relato. Realidades que no te dejan indiferente, que te obligan a pensar y te levantan con imperiosa inquietud de la comodidad de un sofá.
Corría el año 1993 y Nacho, un joven médico residente de Oncología Radioterápica del Hospital de Vall d’Hebrón en Barcelona, se disponía a cumplir con su guardia un día de Nochebuena. Hasta aquí, todo normal. El cáncer no conoce las fechas en las que viene bien o no presentarse. Es así de caprichoso. La Navidad no lo es menos y es habitual que a alguien le pille con la enfermedad a cuestas y en pleno tratamiento o ingresado en el hospital por prescripción facultativa. Ante esta testaruda situación siempre le acompaña un médico o una enfermera que por contado se ocupa del cuidado de estos enfermos.
Nacho había tenido un día relativamente tranquilo y se disponía a cenar el “banquete” que la cocina del hospital procuraba tener como aliciente para los que se quedaban de guardia. A las diez de la noche le sonó el busca y llamó apresurado a la planta para ver qué ocurría. José, un paciente de treinta años, estaba triste y muy angustiado. Tenía un tumor de lengua y estaba en tratamiento con quimio y radioterapia. Su mujer, en otro lado de ese complejo hospitalario estaba dando a luz su primogénito y él no pudo acompañarle. La impotencia y la tristeza le comían por dentro.
María dió a luz un hermoso niño de 3 kilos 400 gramos. Un niño sano, peloncete y guapo cuyo llanto se dejaba oir con fuerza y con ganas. Dado el día en el que nació no quedó más remedio que ponerle Jesús de nombre, pues en aquella peculiar situación su nacimiento era vivido como un milagro, como un auténtico regalo del cielo.
Nacho acudió a la llamada. Se quedó impresionado al ver aquella delgada figura de José caminando como podía con su palo de suero por aquel pasillo oscuro del hospital. José le pidió al médico permiso para ir a ver a su mujer. No era costumbre que los pacientes oncológicos se movieran a otra ala del hospital y mucho menos al edificio de Maternidad. José se encontraba en una situación de máxima fragilidad, pero sus ojos imploraban piedad. Nada le haría más feliz en este mundo que ver la carita de su niño Jesús particular.
Nacho se quedó dubitativo y mudo ante esa insólita proposición. No sabía muy bien cómo actuar, pues si accedía tenía que romper con muchos protocolos de seguridad hospitalarios y si no, estaba impidiendo a un padre la oportunidad de ver por primera vez a su hijo.O quizá la última. La razón y el corazón seguían caminos dispares y sinuosos. ¿Qué hago? se preguntó. Donde el corazón te lleve… le dijo una voz interna. Así que sin pensárselo dos veces, llamó a una ambulancia y le pidió a un celador que le acompañara a ver a su mujer y a su hijo.
La alegría de José fue enorme. Sus ojos brillaban de emoción y el encuentro de ellos tres fue incluso difícil de describir con palabras. Aquel niño lo significaba todo para él y poderlo tener entre sus brazos fue el mejor regalo de Navidad que nadie pudiese darle en este mundo. José recuperó algo de fuerza como para darle un beso a María y despedirse de ella hasta dos días después en que a ella le dieron el alta hospitalaria.
Las cosas no pintaban bien para José y los médicos descubrieron que tenía una carcinomatosis peritoneal, un hecho extraño en el contexto del tumor que padecía. José no logró alcanzar el año 1994 y poco antes de la medianoche del día 31 se despidió de este mundo para siempre.
Nacho aún lo recuerda en su espléndida madurez de 2016 y me manda un correo con el poema que escribió entonces cuando él era un médico residente. Se lo agradezco infinito y le prometo escribir un post con esta historia. Lo cierto es que hay historias que nos marcan, que nos dejan huella, que se quedan para recordarnos la levedad de la vida y la importancia de las pequeñas cosas, de los gestos humanos. Los médicos deberíamos darnos permiso para ser más compasivos, más generosos, abrirnos positivamente a las emociones y saltarnos todos aquellos protocolos que nos deshumanizan o que nos llevan al más absoluto de los absurdos.
Este es el poema original que me envió (en inglés):
A Christmas night
 
I will never forget
 
December 24th
 
Ninety three.
 
I was oncology resident on duty.
 
At ten at night
 
30 year old patient
 
Tumoral tongue
 
Waiting for chemoradio
 
Into the Christmas night.not so unhappy,
 
His child was born that day
 
ValldHebron Hospital just before midnight.
 
Saw him walking ,limping with his chemo pump pole,
 
To the mother ward through a long dark corridor.
 
A cancer father to his beloved first son
 
He didn’t even see ninety four
 
Peritoneal progression got him and got an orphan baby
 
through the new year.
 
Into Christmas, into death, in a never new year.
Les dejo con este video tras el cual quizá cambien de parecer sobre lo que se debe regalar en Navidad

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Relato de otoño: Corazón curtido 5/5 (1)

La consulta de aquel día prometía ser buena. La revisión de los fríos historiales médicos de los dieciocho pacientes en aquella otoñal mañana así lo indicaba. Nada hacía presagiar la presencia de alguna sorpresa desagradable, ni de ninguna mala noticia que dar. Eso me animó.

Yolanda llegó una hora antes a la consulta, aduciendo otras inexcusables obligaciones, así que en cuanto tuve un hueco la pasé. Era su primer control tres meses después de finalizar la radioterapia. Es un momento tenso para los pacientes. Se enfrentan por primera vez a la sentencia de la incertidumbre sin la red protectora de los tratamientos y eso siempre les pone en alerta y ansiosos.

Yolanda es una mujer de mediana edad, de porte cuidado, buena figura y forma física. Viene ataviada con su peluca de mechas rubias todavía porque, aunque le ha crecido ya el pelo, no se atreve a lucirlo corto para no tener que dar demasiadas explicaciones. Su rostro está sereno, sonriente, me atrevería a decir que incluso sorprendentemente bien. Inicio mi interrogatorio preguntándole cómo se encuentra. Me dice educadamente que bien, pero hace un inciso y me dice si he hablado de ella con la psicooncóloga. Me extraño. Le digo que no. Entonces ella empieza a contarme su historia…

Me habla de su hijo Pablo de veintisiete años. Me cuenta que él le hablaba de mi e incluso le había llevado un recorte del periódico local donde se publicaba una noticia acerca de mi trabajo. Pablo había encontrado su momento de vida perfecto. Había finalizado de forma brillante sus estudios de ingeniería, estaba prometido con el amor de su vida y había encontrado un buen trabajo. Una mañana, mientras se encaminaba en su 4 x 4 por un sendero lleno de baches, el vehículo volcó de lado, de una forma tonta, caprichosa y a corta velocidad. Todos los ocupantes se llevaron un susto únicamente, ya que llevaban su cinturón de seguridad puesto, incluso Pablo. Todos salieron del coche por su propio pie, pero Pablo no pudo. El infortunio se adueñó de él esa mañana. En el vuelco, Pablo se llevó una fractura en una de sus cervicales más altas, provocándole una sección medular que le sentenciaba.

Pablo no murió en el acto, se lo llevaron casi directamente a la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital cercano. No podía moverse, ni siquiera podía respirar por si mismo, ni tampoco tragar para comer ni podía hablar. Su cabeza sin embargo estaba intacta y días después, con un poco de ayuda pudo comunicarse con su familia.

Yolanda me cuenta todo esto con un orgullo de madre que me impacta, me deja muda. La emoción entra como un tsunami en la consulta y me conmueve, No tengo palabras para describir las sensaciones de esa imagen. Soy madre y el dolor que representa ver a un hijo así es difícil de imaginar, sólo puedo quizá aproximarme levemente. Aún así dejo que Yolanda prosiga con aquella consulta sagrada. Me dice que han sido días muy duros, pero que no le han dejado mal recuerdo. Su hijo solicitó que se le aplicara la Ley de Autonomía del paciente y decidió no proseguir con medidas extraordinarias para su cuidado. Se despidió con ternura de sus padres, de sus hermanos, de su novia y de sus mejores amigos. Me consta que a su padre le costó mucho aceptar la decisión de Pablo, pero a su madre no. Ella le conocía más que nadie en este mundo y sabía lo que verdaderamente le hacía feliz. Difícil aceptar la muerte de un hijo, pero más difícil era aún ir en esos momentos en contra de su voluntad y hacerle sufrir innecesariamente. Madre e hijo se despidieron arropados, con un cariño inmenso, sin lastres. El dolor era inevitable pero hubo tiempo para el desahogo y la paz en sus almas. Él estaba satisfecho de haber visto a su madre salir adelante de su cáncer de mama y que hubiera ya acabado con los tratamientos. Se sentía afortunado de que a pesar de todo, la vida le dió oportunidad de despedirse bien de los suyos. ¡Qué grande fue Pablo!

Prosigo con la consulta con un nudo en la garganta y conteniendo las lágrimas de emoción. Yolanda me ha regalado un ejemplo maravilloso de vida y no puedo por menos que escucharle atentamente, dejarle hablar, y que suelte esas chispas de duelo ejemplar. Aprendo mucho de los testimonios de mis pacientes. No debe ser nada fácil a partir de ahora para ella seguir levantándote cada mañana con algo así y sé que ya nada volverá a ser igual. Una parte importante de tu vida ha sido arrancada de cuajo, desgarrada. Encontrar asideros para sostenerse cuando has perdido a un hijo debe ser un camino tremendamente complicado. Pierdes un marido y te conviertes en viuda. Pierdes a un padre y te conviertes en huérfana. Pero, pierdes a un hijo y ¿qué eres? No hay ninguna palabra en nuestra lengua ni en ninguna que yo conozca que describa eso.

Tras esta historia compruebo que todo está bien y le digo que nos volveremos a ver en unos meses. Me despido con ella con una sincera sonrisa que mezcla a partes iguales empatía, afecto y admiración hacia ella y a la figura de su hijo. Pablo, desde donde esté seguro que también sonríe lleno de orgullo.

Les dejo este video de B-Talent en el que el Dr Gabi Heras nos habla de la empatía en situaciones como la que he relatado.

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