Relato de verano: El tiempo entre fotones.

Sira y Linda acudían cada mañana a trabajar al Servicio de Oncología Radioterápica del Hospital antes de las ocho. Sin uniformarse, lo primero que hacían era poner en marcha el acelerador lineal para su calentamiento y posterior calibración. Ambas rondaban los treinta. Destilaban ganas, simpatía y buen rollo. Aquella mañana iba a ser intensa: veintiséis pacientes en el turno a los que había que añadir dos pacientes más para iniciar tratamiento y otro que precisaba un cambio de técnica.

Ambas, técnicos de radioterapia, sonrientes, se dirigieron al vestuario donde comentaban sobre cómo habían pasado el “finde”. Entre risas se apresuraron a colocarse su pijama de trabajo para dirigirse a su puesto de mando. Una vez ya se habían realizado las oportunas comprobaciones matutinas y la calibración con el visto bueno del radiofísico, todo estaba ya listo para empezar a irradiar.

Sira se metió en el búnker para ir preparando los dispositivos de inmovilización, mientras Linda se quedaba en el ordenador del control comprobando la ficha del primer paciente. En la sala de espera se escucha por el altavoz: “Ángel López, puede pasar a la cabina”. Linda le saludó sonriente y le indicó que cuando estuviese listo ya podía entrar en la sala de tratamiento. Ángel se desnudó en la cabina, se colocó la pertinente bata hospitalaria y fue camino del acelerador lineal. Se tumbó en la camilla como cada mañana. Era su sesión décimoquinta. Trataba de colaborar al máximo para seguir las indicaciones de Sira y Linda, pues sabía que así todo era más ágil. Una vez tumbado, Ángel procuraba relajarse y mantenerse inmóvil, mientras ellas, ayudadas por los minúsculos tatuajes de su piel y los láseres, daban con la posición óptima. Una vez centrado ya, movían la mesa hacia las coordenadas indicadas, comprobaban distancias y luz de campo, supervisaban que todo estaba en orden y salían del búnker.

Ya en la mesa de control había unas cuantas pantallas de ordenador y un circuito cerrado de televisión donde mirar atentamente para que no hubiese ningún contratiempo. Si todo estaba correcto, giraban la llave de la consola y daban al botón de irradiar.

Comenzaban así su tiempo entre fotones, sin prisa y sin pausa, sonriendo y dando fuertes dosis de cariño a los pacientes que soñaban con que aquellos misteriosos fotones les despojasen de su enfermedad para siempre.

Un tiempo entre fotones para curar, para aliviar y para regalar sonrisas con sabor a consuelo.

Les dejo con este espectáculo de ballet y fotones del espectáculo japonés “Pleiades”

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Relato de verano: Esa no soy yo

Sylvia entró a la consulta con unos grandes ojos azules y brillantes. Su cara era redonda y estaba enmarcada por un precioso pañuelo estampado azul marino. Apenas acababa de cumplir los treinta y su mirada aunque viva, parecía entrever una escondida tristeza envuelta en una sonrisa.
Antes de hablar con ella, la doctora se había empapado su historial clínico. Había sido diagnosticada durante la lactancia materna de su primera hija, así que ahora su niña apenas contaba con un año de edad. El bulto que ella se notaba aunque lo había consultado con su médico, no fue tenido muy en cuenta, pues posiblemente se pensaba que se trataba de un galactocele o algún problema benigno derivado de la propia lactancia. La intuición de Sylvia y el hecho de que aquel bulto no desaparecía hizo que ella insistiera a su médico de cabecera para que le derivara a un ginecólogo. En Patología Mamaria le solicitaron una ecografía y una mamografía que no fueron demasiado esclarecedoras, por lo que decidieron pinchar. Así llegó la noticia de que, efectivamente, padecía un cáncer en su mama izquierda. Sylvia abandonó la lactancia e inició la quimioterapia. Tras acabarla el tumor había disminuido de tamaño, pero a pesar de ello tuvo que hacerse una mastectomía. Fue poco después cuando Sylvia fue remitida a radioterapia.
Mientras la doctora le explicaba en su primera visita todo el tratamiento, Sylvia empezó a llorar desconsoladamente. 
– ¿He dicho algo inapropiado o que te haya molestado Sylvia?, le preguntó la doctora. 
– No, no. Siento ponerme así, pero es que esto ya se me está haciendo muy grande. Cuando me miro al espejo ya no me reconozco, le contestó Sylvia. Engordé 14 kg durante el embarazo y otros 10 kg durante la quimioterapia. Me veo gorda, sin pelo, sin pecho, con sofocos. ¿Sabe usted lo mal que me siento al no reconocerme? ¡No puede hacerse usted una idea! 
– Si, si que me hago cargo. Tiene que ser muy desagradable sentirse así, Sylvia. Si te parece bien, cuando acabes con la radioterapia te remito a un endocrino para que te paute una dieta y al cirujano plástico para que vaya explicándote qué tipo de reconstrucción pueden hacerte. Esta situación va a ser algo temporal. Recuperarás tu pelo muy pronto. Además eres una mujer joven, guapa y con una niña muy linda a la que sacar adelante. Es perfectamente comprensible que te sientas mal. Estamos aquí para ayudarte ¿de acuerdo?
– Gracias doctora, siento haberme puesto así de tonta. La verdad es que tengo pocas oportunidades para desahogarme.
– No pasa nada Sylvia.Como ves los pañuelos los tengo aquí a mano porque desgraciadamente muchos pacientes o sus familiares vienen aquí asustados y llorando. No debes avergonzarte por ello.
Tras salir Sylvia de la consulta la doctora se quedó pensando lo poco que, a veces, los profesionales valoraban los cambios en la imagen corporal que los tratamientos producían, pues en su foco sólo está la enfermedad. Se prometió a sí misma que se empeñaría en mejorar ese aspecto y darle la importancia que merecía. 

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Relato de verano: Mi “storytelling”

Pocas veces soy dada a hablar de mi misma. Quizá sea por mi naturaleza introvertida o quizá sea porque soy de la opinión de que mi historia tiene poco de interesante. Sin embargo pienso que si hablo de humanismo de los pacientes cabría hablar también de la parte humana (que la tenemos) de los profesionales. Albert Espinosa en un foro comentaba que los médicos conocemos muchísimos de los aspectos más personales de los pacientes y le parecería bien e incluso deseable que se pudiera conocer alguna parte humana de los médicos: su equipo de fútbol, sus hobbies, su color favorito, dónde estudió, etc. pues ello hace más cercana la figura que a veces se tiene tiránicamente divinizada del médico.

Mi historia se remonta nueve meses antes de mi nacimiento. Mis padres, muy jóvenes los dos, decidieron unir sus vidas un año y pico antes de venir al mundo y se trasladaron a Cataluña para encontrar fortuna. Allí nací yo, en una pequeña ciudad, Girona,  llena de encanto y belleza. En esa ciudad me crié y crecí durante 18 años. Desde muy pequeña, sin saber muy bien por qué, pues no tengo antecedentes de esta profesión en la familia, quise ser médico. Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, con siete u ocho años yo siempre respondía que médico. No se me tomó demasiado en serio por aquel entonces, pero yo siempre tuve la necesidad de ayudar a los que sufren. Cuando en alguna ocasión yo caía enferma y venía el médico a casa me parecía como mágico que tras verme abrir la boca y tomarme la temperatura supiera lo que tenía, diera una receta a mi madre y a los pocos días ya estuviera bien. Lo que no llevaba bien era el sabor de algunos de los jarabes o las inyecciones que por aquel entonces te ponía el practicante en casa.

Tras acabar el COU y la selectividad, inicié mis estudios en la Universidad Autónoma de Barcelona. Los dos primeros años estuve en Bellaterra y vivía en una localidad cercana a la que iba en tren, en Sant Cugat del Vallés en una residencia de estudiantes. En tercero de carrera había que elegir unidad docente y me decidí por el Hospital Vall d’Hebró en Barcelona. Allí finalicé mis estudios hasta sexto de carrera. Durante esos cuatro años también viví en otra residencia de estudiantes situada en el Tibidabo y que ahora es la sede de la UOC (Universitat Oberta de Catalunya).  Fue una época dulce de mi vida pues disfruté mucho de la vida en la facultad y compartiendo experiencias con estudiantes de otras carreras universitarias. Me pasé muchas horas bajo una luz azul del flexo del escritorio mi habitación o en la biblioteca estudiando. Más de las que uno se puede imaginar porque hay mucho que estudiar en los seis largos años que dura esta carrera y nunca sabes lo suficiente.

Acabé mis estudios de Medicina en Junio y en Septiembre me presentaba al MIR. Fue un verano de encierro completo y estudio riguroso de mañana, tarde y noche. Aquel esfuerzo tuvo su recompensa y tocó elegir especialidad. Yo tenía claro que quería hacer algo relacionado con el cáncer. Antes de elegir me paseé por diferentes hospitales de Barcelona preguntando por las opciones con el número que había obtenido. Durante el rotatorio realizado en sexto de carrera estuve en la planta de Oncología del Hospital Vall d’Hebró y allí tuve contacto por primera vez con oncólogos radioterapeutas. Ellos quizá me ayudaron a la elección de mi actual especialidad médica.

Llegó el día de elegir y opté por hacer mi residencia en un pequeño hospital de Barcelona situado muy cerquita del precioso Parc Güell de Gaudí, el Hospital de l’Esperança. Allí me formé como especialista en Oncología Radioterápica, pero también roté unos meses por el Hospital Clínic y el Hospital de Bellvitge y Duràn i Reynals, hoy reconvertido en el ICO (Institut Català d’Oncologia). Fue una época de aprender y trabajar mucho, de guardias, de dormir poco, de seguir estudiando mucho, de ir a cursos y de sesiones con otros residentes en la Academia de Ciencias Médicas de Barcelona.

Acabé el MIR y conocí, como muchos médicos ahora lo que es estar en búsqueda activa de empleo. Dancé por diversos hospitales con contratos eventuales o de sustitución, en centros privados hasta que conseguí una interinidad en el ya desaparecido Hospital de Son Dureta en Palma de Mallorca donde trabajé durante ocho años. Finalmente salió una oposición nacional de especialistas y conseguí consolidar una plaza de médico especialista en Burgos, desde donde estoy trabajando desde hace nueve años.

Desde Septiembre de 2013 estamos ya instalados en el nuevo Hospital Universitario de Burgos donde hemos estrenado un moderno servicio. No me puedo quejar, dado los malos tiempos que corren en el a veces desolador panorama de la sanidad española. Ahora es tiempo de reactualizarse, de mejorar y ofrecer lo mejor a nuestros pacientes. En el hospital y fuera de él. En ese camino estoy.

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Relato de verano: La peluca.

Diagnóstico: Cáncer de mama. Tratamiento: Cirugía conservadora de la mama con biopsia selectiva del ganglio centinela, quimioterapia, radioterapia y hormonoterapia. Ese era el veredicto y debía cumplirse justo en ese orden. Tras el impacto inicial, Nuria transitó por varios estados de ánimo. Su consciente con tintes de ensoñación entonaba frases como “Esto no puede estar pasándome a mi”, “¿Por qué a mi?”, “¿Pero qué he hecho yo para merecer esto?”, “Tengo que afrontarlo y ser fuerte, pero no sé cómo”, “¿Cómo se lo cuento a mi familia?”, “Tendré que comprarme una peluca ¡Dios mío! Todo el mundo sabrá que estoy enferma. ¡Qué horror!”
Tras la intervención, Nuria fue a visitar a su peluquera Magda decidida a eliminar pronto su hermosa melena castaña con algún reflejo dorado por el sol. Antes de cortar, Magda le dió a probar varias pelucas que se parecían mucho a su peinado original y a su cabello natural. Nuria, sin embargo, optó por establecer un cierto cambio de imagen, una melena algo más corta y favorecedora y que simulaba mucho a su cabellera original.
Magda sonrió al verla convencida y con las ideas tan claras acerca de su nueva imagen. Así es como Magda empezó a hacerle una coleta baja que envolvió en un lazo, cortó y se la entregó con cariño a Nuria. Con la maquinilla empezó a cortar los mechones de su lado izquierdo que inexorablemente caían, uno a uno al suelo. Cuando acabó la cara de Nuria mostraba toda su belleza y explendor aún con el cuero cabelludo al desnudo. Desnudez. Esa era la sensación que le ofrecía el hecho de verse sin su melena.
Magda le colocó su nueva peluca. Nuria no dejaba de mirarse en los espejos y reflejos de cualquier cristal que hallaba a su paso. Mirarse era la forma de acostumbrarse a su nueva imagen.
Al cabo de unos meses, Nuria acabó la quimioterapia que, por cierto, había llevado bastante bien. Tan sólo notaba un leve hormigueo en la punta de los dedos de sus manos y pies. Poco después empezó con sus sesiones de radioterapia y su cabello comenzaba a asomar fuerte. A los dos meses tras acabar la “radio”, decidió despojarse de la incómoda peluca y volvió a visitar a Magda para que diera un poco de color y vida a su nuevo pelo.
Nuria se había cuidado al máximo durante el tratamiento y tan sólo había cogido algún quilito de más que incluso le favorecía. Iba al gimnasio tres veces por semana y vigilaba mucho lo que comía. Deseaba cuidar su cuerpo como un templo para que así los estragos de los tratamientos le resultaran más llevaderos. 
Pasaron los años, las revisiones periódicas, las reuniones con otros compañeros de viaje. Nuria se sentía bien, plena y afortunada por haber podido contarlo.
Un día oyó hablar en un blog de un banco de pelucas en el Hospital de Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos. Tras leer la iniciativa corrió al armario a ver su olvidada peluca. Sintió un irremediable arrebato de donarla, de que fuera útil a otra anónima mujer. Sin pensarlo mucho, envió un e-mail al “banco” donde aceptaron de buen grado su donación. La envolvió cuidadosamente, la empaquetó y se dirigió a Correos dispuesta a enviarla.
Nuria tenía el corazón contento pues con este simple gesto de generosidad parecía que las cosas cobraban un nuevo e inusitado sentido.

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Relato de verano: Manuscrito en un papel

María vino remitida por el Servicio de Cirugía General muy asustada. Un cáncer anaplásico de tiroides había crecido en su cuello de forma espectacular en pocos meses. Su tamaño alcanzó proporciones que lo hacían inoperable. Acudió a la consulta de Oncología Rdioterápica junto con su marido y dos de sus hijos con la esperanza de encontrar alguna solución. María apenas podía articular palabra y tenía un fuerte estridor. Tampoco podía tragar los alimentos en condiciones. Estaba rota de dolor, de abatimiento y de angustia.
En aquella consulta la doctora le explicó el tratamiento lo mejor que pudo, pero María estaba bloqueada por los nervios, sobrepasada y su angustia era desorbitada. Al percatarse de ello, la doctora habló pausadamente con la familia, explicándoles el alcance del diagnóstico, del tratamiento y del pronóstico. 
A María hubo que practicarle una traqueotomía profiláctica casi de urgencia para asegurar la vía aérea durante el tratamiento. A partir de aquel momento el medio de comunicación entre María y su doctora sería un manuscrito en un papel.
A los pocos días se inició la radioterapia de forma conjunta con la quimioterapia. María demandaba a diario “hablar” con su doctora. En sus manuscritos María daba rienda suelta a su desasosiego, a su angustia a una necesidad imperiosa de acabar con todo esto. Su doctora los leía con curiosidad, atención y preocupación, pues en cierto modo se le rompía el alma leyéndolos. Hizo todo lo humanamente posible por atender su dolor y lo que la farmacología le permitía para su bienestar, pero resultaba complicado despojarle de su natural angustia. Lo consiguió con paciencia, despacito, día a día. Ella finalmente se ganó su confianza y María empezó a ver como su tumoración iba menguando. Sin embargo, un poso de tristeza quedaba.
Finalmente acabó el tratamiento y consiguió irse unos días a casa para recuperarse. Volvió a hablar, pero tenía que hacer grandes esfuerzos para hacerlo, así que había resuelto seguir escribiendo en aquellos retazos de papel. 
Un tiempo más tarde María volvió al hospital por unas crisis convulsivas. Esta vez la enfermedad se encontraba en su cerebro y en sus pulmones. Volvió a la consulta de radioterapia para darle unas sesiones con intención paliativa en su cabeza. No pudo acabar el tratamiento. María se fue apagando poco a poco como la luz de una vela. 
Su doctora aún conserva aquellos manuscritos en un papel. Cada vez que los lee se acuerda del desgarrador testimonio de vida de María. 

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