Había ocasiones en las que ella se sentía como si fuera de otro planeta. No alcanzaba a comprender como médico que era, los caminos que conducían a los enfermos hacia una medicina deshumanizada, tiránicamente protocolizada, sin visión hacia el enfermo, en la que únicamente se contemplaba su enfermedad.
Aquel día en el comité se hablaba de un varón de 92 años con un excelente estado general al que se le había detectado un pequeño tumor maligno en el borde libre izquierdo de su lengua. Mientras sus compañeros deliberaban acaloradamente el tratamiento a aplicar en el caso, ella se acercó a la sala contigüa donde se encontraba ese pequeño héroe anónimo que había alcanzado la senectud con dignidad y buen porte. Tenía la piel arrugada por el tiempo y bronceada por los paseos por el campo y algún que otro pequeño trabajo que todavía ejercía en su modesta huerta. Sus ojos brillaban aún con fuerza y ganas. La doctora se aproximó a él con una sonrisa de complicidad y le solicitó que le mostrara la lengua. Tenía una lesión blanquecina en el borde posterior izquierdo de la lengua que apenas alcanzaba el centímetro de longitud. Le palpó el cuello y no halló ningún ganglio sospechoso. Se despidió de él y se dirigió a la sala con el resto de colegas.
Ella pensó que se le podía hacer una braquiterapia si dispusiera de ella, pero consideraba que el paciente era muy mayor para enviarle a otro hospital lejos de su casa. Los cirujanos hablaban de hacerle una hemiglosectomía (extirpar media lengua) con biopsia selectiva de ganglio centinela y posterior linfadenectomía cervical izquierda (extraer los ganglios de la parte izquierda del cuello). Ella no daba crédito a lo que estaba escuchando.
Sin vacilar preguntó: “¿Por qué no le extirpáis la lesión con margen sin más?. Si fuera mi padre el enfermo es lo que yo le haría”. El resto del auditorio le replicó que eso no era una cirugía oncológica, que lo que las guías recomendaban era ese tratamiento, que la evidencia científica, que ese era el mejor tratamiento posible y que bla, bla, bla….
Definitivamente se sentía de otro planeta. Ella conocía perfectamente las guías y los protocolos de actuación, pero veía a un enfermo muy mayor que había superado con creces la esperanza de vida, con buena calidad de vida y al que la cirugía propuesta podía dar al traste con ella; por lo tanto entendía que había que personalizar el tratamiento fuera de protocolo. Se empequeñezó ante tanta verborrea y frustrada por la sensación de no haber sido entendida en el manejo concreto de ese paciente. Le vino entonces a la mente una frase del libro “Todo fluye” de Vasili Grossman: “Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil”.