Cesc Gay, director de la película, nos confiesa que comenzó a gestar la narrativa de la película en el momento que tuvo que acompañar a un ser querido durante el proceso de su enfermedad. Dice que le sirvió de terapia, como una forma de exorcizar su dolor. Comprendo a la perfección estas palabras porque los acompañantes de la enfermedad oncológica también sufren y viven una situación de vulnerabilidad a la que necesitan hacerle frente y exige un trabajo no siempre fácil. Contar esta historia con la suficiente sensibilidad, pero sin excesivo dramatismo y amargura conlleva a emplear algún elemento humorístico de contrapeso sin entrar tampoco en la frivolización de un asunto de estas características. Afortunadamente ese equilibrio de elementos tan contrapuestos se plasma en el filme. El propio director lo define como una película que “llora por dentro pero reconcilia por fuera”.
Tomás acude al encuentro de su amigo Julián con el objetivo de ayudarle, acompañarle y darle muestras de una amistad con mayúsculas. Durante la película ambos personajes crecen, traspasan la pantalla y se convierten en gigantes. Julián ha decidido no proseguir con el tratamiento y admite su condición sin ambages. Realiza con su amigo una reflexión sobre lo que ha sido su vida y de cómo quiere que acabe. En este ejercicio de introspección Julián nos regala escenas preciosas en las que sale a relucir el magnífico libro de Elisabeth Kubbler Ross “La muerte: un amanecer”, el fenómeno de la conspiración del silencio a la hora de reencontrarse fugazmente con su hijo en Amsterdam, la preparación de su propio funeral entrando en la tesitura entre el entierro o la incineración, las situaciones del qué dirán en bares o restaurantes donde se cruza con conocidos o el curioso hecho de visitar al veterinario para preguntarle cómo se adaptará su perro Truman a su muerte y buscarle unos dueños adoptivos.
Tomás se queda atónito, pensativo, observando sin palabras las diferentes reacciones de su amigo Julián al que encuentra entero y entiende que le está dando toda una lección de vida. Tanto es así que finalmente Julián opta por pedirle a Tomás que se lleve a su fiel compañero Truman con él a Canadá antes de darse el definitivo adiós. Una forma de entregarle un legado a su amigo, un perro que se ha convertido en hilo conductor durante esos cuatro días de reencuentro y despedida.
Se trata de una buena película, pero como tal también carece de algún detalle realista bajo mi prisma como médico, pues Julián no sufre ningún signo físico externo que le haga sospechar que está enfermo: no se fatiga, no tose, no tiene dolor, come bien e incluso tiene buena cara, algo que no es habitual en las fases avanzadas de la enfermedad. También me llama la atención la actitud fría del médico que le atiende al que se le interpreta con un lenguaje corporal huidizo, carente casi de empatía o diálogo y quizá demasiado ponderado, cuyo único gesto humano es ofrecer una tímida palmada en el hombro.
Truman es una película que ha sido galardonada ampliamente con cinco Premios Goya, dos Premios Feroz, dos Conchas de Plata en el Festival de San Sebastián, seis Premios Gaudí, dos Premios Cinematográficos José María Forqué, cinco Medallas del Círculo de Escritores Cinematográficos y un Premio Fotograma de Plata.
Truman aporta una mirada auténtica, fresca y transparente de lo que supone el afrontamiento ante la propia muerte, liberando prejuicios o miedos, cuestionando determinadas actitudes pasadas, haciéndose preguntas que no encuentran una buena respuesta, buscando finalmente ese sentido y trascendencia que todos anhelamos en ese final. Una película a todas luces recomendable.